domingo, 18 de marzo de 2012

El lúcido genio de Goya






Francisco de Goya legó a través de su pintura toda una visión filosófica y personal acerca de su tiempo y de la condición humana. Adelantado de su época (en pleno Rococó encontramos a todo un precursor temático del Romanticismo y el Surrealismo, y un avanzado estilístico del Impresionismo e incluso Expresionismo), el artista zaragozano fue también un cronista de los acontecimientos históricos de la transición entre dos siglos, y el creador de un mundo muy personal a través del reflejo de sus fantasmas particulares en sus dibujos.

La mente de Goya era la de un genio que supo traducir al color y a la forma sus impresiones sobre el mundo y su pasión ciclotímica por la vida. Mucho se ha especulado sobre la misteriosa enfermedad que dejó sordo a Goya a los 46 años. Hay quien sostiene que se trata del saturnismo, una intoxicación provocada por los pigmentos que utilizaba para pintar. Otros autores se atreven a mencionar la sífilis; y un curioso estudio de la psicóloga clínica Olga Martín Díaz (véase: Goya, pinturas negras, arte y psicosis. Editorial Zumaque) sostiene que Goya padeció posiblemente crisis mentales cíclicas, cuyas consecuencias en su carácter y en su pintura quedaron patentemente manifiestas. Y la larga y misteriosa dolencia padecida entre 1891 y 1892 podría ser una de ellas.

Lo cual no significa que Goya estuviese loco. Al fin y al cabo, se habla de “locura” como una etiqueta de “sin razón”; cuando en muchas ocasiones precisamente la mayor lucidez es la que manifiesta un aquejado de alguna dolencia mental, mal llamadas enfermedades.

A partir de 1893 vemos la huella de la sordera, el aislamiento, y el cambio de visión del mundo en la obra de Goya. Comienza a pintar una serie de personajes de la vida social, atistocrática y artística española, entre los que destaca el cambio de punto de vista expresado en los dos retratos de la duquesa de Alba, con quien mantuvo un idilio tras enviudar ella, según algunos expertos.

En el primer retrato, Cayetana aparece hierática, como un maniquí, distante y altiva.


En el segundo retrato, la dama mantiene su pose soberana, pero dista bastante de la pose de muñeca, y es una mujer de carne y hueso, de porte decidido y presencia rotunda, que señala una inscripción en la arena del suelo en la que se lee “Sólo Goya”.
El romance con la de Alba marcó un hito importante en la vida de Goya, pero supo mantenerse al margen a tiempo, y continuar con su pintura.


Comienza en 1799 la serie de Los Caprichos, una colección de 80 estampas al aguafuerte que comenzaron a venderse en la trastienda de una perfumería-licorería de la madrileña calle del Desengaño, y que finalmente fueron retirados por la censura.

En ellos se manifiesta el Goya ácido que critica la haraganería, la superstición y la ignorancia de la España de la época. Retrata la degradación social de la prostitución, la pérdida de valores: la falta de juicio, el fracaso de la enseñanza y la política, la sombra oscura que ejerce la Inquisición. Los rostros son más bien máscaras, las del ser humano anónimo que participa de todos estos despropósitos.

Goya vivirá el horror de la guerra (Guerra de la Independencia contra los franceses, 1808-1814), convertido en cronista –casi fotógrafo- de una galería de horrores espeluznantes, donde todos son víctimas y verdugos, eludiendo glorificar todo tipo de muestra de patriotismo o heroísmo. La profunda huella que dejan en el pintor todos estos acontecimientos y el impacto de lo presenciado, así como el balance de su vida (al finalizar el conflicto y con la vuelta de Fernando VII el deseado, Goya tiene unos 70 años) le hacen desear el aislamiento en una morada que adquiere a orillas del río Manzanares, La Quinta del Sordo.

En las paredes de este caserón de dos pisos pinta Goya la serie de Pinturas Negras, fruto posiblemente de un segundo brote ciclotímico. Se sigue especulando sobre las enfermedades de Goya. Quizá los únicos males del genio fueron haber nacido dotado de una sensibilidad suficiente como para captar a fondo la miseria de la condición humana, y haber vivido una circunstancia histórica en la que se puso de manifiesto de una manera particularmente descarnada. Por otra parte, Goya fue padre de 20 hijos, de los cuales sólo sobrevivió Javier. Seguramente la muerte de 19 vástagos dejó igualmente una huella muy profunda en la personalidad de Francisco de Goya.

En las Pinturas Negras con las que decoró la Quinta del Sordo reiteró su estilo crítico con la sociedad, a veces terrorífico al retratar los fantasmas existenciales y arquetípicos que acechan las vidas humanas, y la idiosincrasia mediterránea del pueblo español. El conjunto de la obra de Goya viene a expresar que “la libertad no existe, la verdad es peligrosa, y sólo queda una remota esperanza de que lleguen los frutos de la paz”.

Tras esta segunda grave enfermedad de su vida, Goya, anciano y agotado, se traslada a vivir a Burdeos. Allí terminará sus días confortado por las visitas de su hijo y de su nieto, y en la grata compañía del último amor de su vida, Leocadia Weiss, joven a la que había retratado junto a una tumba en las paredes de la Quinta del Sordo.

Uno de los últimos grabados de Goya enseña la figura de un anciano que camina con ayuda de bastones. “Aún aprendo” escribe el autor. Goya tenía 82 años, y hasta el momento de cerrar los ojos, sintió esa avidez por aprender la vida y filosofar sobre la condición humana, con la lucidez propia del genio ciclotímico.